La bella despierta

Doce de mis trece madrinas me procuraron una infancia feliz aunque yo sentía que un oscuro presagio, del que nadie hablaba claramente, se cernía sobre mí. Se podría decir que, aunque hija única criada en la soledad de aquel castillo, era una niña sensible y muy despierta. Un revuelo vigilante, miradas de reojo, susurros cuando creían que andaba desprevenida, un dulce y pegajoso arropo que iba creciendo conforme se acercaba la pubertad, siempre chismorreando sobre un “huso” peligroso, me envolvían. ¿De qué clase de peligro hablarán?, me preguntaba yo, sin por ello dejar de gozar de los placeres más sensuales bajo la tutela mis muchas madres: tendida bajo el tilo, junto al estanque, me adormecía con los juegos de luces y sombras que hilaban los rayos de sol; perseguía libélulas, hadas de vestidos y vuelo fascinantes; recolectaba hierbas aromáticas con tiento de experta, juntaba hermosos cantos rodados, nadaba en las pozas de un barranco próximo a los almendros florecientes... 
Fue allí donde se tejió el final del cuento, una mañana de agosto, entre el chirrido de la chicharras y el sofocante calor del mediodía. Había escapado de la vigilancia de mis tías cuando lo encontré tendido en un lecho de fina grama entremezclado con valerianas, tréboles y mentas. Estaba desnudo y profundamente dormido. ¡Era tan bello!
Me despojé quedamente de mi vestido de algodón blanco para sumergirme en la poza, pero antes, llevada por una tentación irresistible, le besé en los labios. Descubrí cómo el pequeño huso entre sus piernas despertaba y, sin querer, me lo clavé probando por primera vez el dolor y gozo de la mortal herida. 

                                                               ©Isadora Bonilla/nigella

Comments

Isa said…
Me encanta lo que hiciste con mi pintura!!!! lo amo:D

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